Una pareja se
prepara para ir al mar. Es una pareja como cualquier otra, quizás
van de vacaciones o a pasar un fin de semana juntos al mar. Ambos son
buenas personas y están ansiosos por llegar al mar. Un niño va a
lo de los Larsson, cruza la calle en el mismo momento en que el
hombre que conduce el automóvil se distrae.
Desde el principio
sabemos que el niño muere, que la vida de esa pareja que iba al mar
se ve atravesada por el horror del accidente, que jamás tuvo esa
intención; que una familia simplemente no tenía azúcar para el
desayuno y perdió a su hijo por esa distracción; que, en términos
de Dargeman “la vida está construída de una manera tan cruel,
hasta un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía
puede estar totalmente relajado, y solo un minuto antes de que una
mujer grite de horror puede cerrar los ojos y soñar con el mar, y
durante el último minuto de la vida de ese niño sus padres pueden
estar sentados en una cocina esperando el azúcar, y hablar
felizmente”.
¿Cómo alguien
puede continuar leyendo ya sabiendo el final del cuento? Es casi como
la vida misma: sabemos cómo termina la historia, aun así queremos
vivirla, de un minuto a otro puede cambiar tanto todo, aun así
seguimos hacia alguna dirección.