Hace unos meses me mudé a un departamento de esos muy antiguos
en el barrio de Congreso. Mi habitación tiene un balcón francés
precioso que pronto empecé a llenarlo de plantas en frascos de
vidrios reciclados
de cosas que compraba. Observaba como cada plantita iba creciendo
lentamente. Un día me animé a cortar dos gajos y aponerlos en
frascos con agua en la cocina.
Mi madre, que vive en España,
decidió junto a su novio que con mi hermano menor pasarían las
vacaciones en casa de mi abuela que vive en Asunción, Paraguay. Todo
fue de prisa, a último momento. Me mandaron el pasaje. Solo conseguí
tres días de permiso en el trabajo.
Llegó el jueves. No tenía
nada preparado, así que armé una mochila con lo que fui encontrando
y fui a Ezeiza. Me olvidé la cámara fotográfica a
propósito.
Cuando te dedicas a la fotografía la gente tiene la
costumbre de verte como una cámara. Te pide que retrates esto y
aquello y tienen ideas para una gran foto. A veces solo quiero sentir
y no ver, quiero ser parte del recuerdo y no fotografiarlo. La cámara
congela la luz de un momento, pero te sitúa detrás del
aparato.
Llegué con retraso por mal tiempo. Y estaba mi hermano a
quien no veía desde los diez años, que ahora tenía veinte. Él fue
a vivir a España junto a mi madre y yo vine a Buenos Aires. No nos
volvimos a encontrar.
La vida puede darte emociones fuertes desde
un lugar cotidiano y natural. En la casa de mi abuela todo regresó a
aquel tiempo en el que almorzabamos comida hecha sobre el carbón, en
el que mi abuela escuchaba y cantaba los tango de Julio Sosa, en el
que mi hermano no paraba de charlar y molestar con preguntas, en el
que mi tía se quejaba de los cubiertos sucios que dejaba mi mamá
después de cocinar, en el que mis primas discutían entre ellas y mi
hermana se asilaba en un rincón por sentirse incomprendida.
Sin
embargo, como dice Neruda
“La
misma noche que hace blanquear los mismos árboles. Nosotros, los de
entonces, ya no somos los mismos”. Mis primas ya son madres y sus
hijos maravillosamente sanos corrían jugando por toda la casa, mi
abuela tomaba vino con José, el primer hombre que presentaba mi mamá
después de haberse divorciado de mi padre, mi hermano tenía un
acento madrileño, mi hermana sigue siendo la incomprendida, pero
socializa un poco más, mi mamá cocina platos europeos al carbón y
mi tía, desde que es abuela, se queja un poco menos y abraza un poco
más. La casa está igual, pero vieja. Tiene muchas paredes con
humedad.
Los tres días pasaron así: sin tiempo, una temporalidad
congelada en la que volvimos a encontrarnos para ser, compartir y
seguir siendo quienes fuimos, somos y seremos, en un nosotros que es
el mismo, pero también es nuevo.
Volví en el avión con un
poncho que me regaló mi abuela. Era su poncho. No me explico como lo
tenía. Era invierno y en Asunción hacía 32°. En la valija metí
hasta dos plantas de aloe vera que me regaló mi tía que sigo sin
entender como no me las sacaron en el aeropuerto. Miré el amanecer
de Buenos Aires desde el aire.
Llegué a mi casa muy cansada. “No
voy a volver a viajar de madrugada” me repetí hasta cansarme. Hice
unos mates. Miré a los gajos que ya no eran gajos, tenían raíces.
Pensé en que había vuelto a mis raíces.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
(En
este viaje también vi a mi padre por eso está ese poema número 20)
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