Comunicación Social-UBA

sábado, 26 de agosto de 2017

Raíces



Hace unos meses me mudé a un departamento de esos muy antiguos en el barrio de Congreso. Mi habitación tiene un balcón francés precioso que pronto empecé a llenarlo de plantas en frascos de vidrios reciclados de cosas que compraba. Observaba como cada plantita iba creciendo lentamente. Un día me animé a cortar dos gajos y aponerlos en frascos con agua en la cocina. 
Mi madre, que vive en España, decidió junto a su novio que con mi hermano menor pasarían las vacaciones en casa de mi abuela que vive en Asunción, Paraguay. Todo fue de prisa, a último momento. Me mandaron el pasaje. Solo conseguí tres días de permiso en el trabajo. 
Llegó el jueves. No tenía nada preparado, así que armé una mochila con lo que fui encontrando y fui a Ezeiza. Me olvidé la cámara fotográfica a propósito.
Cuando te dedicas a la fotografía la gente tiene la costumbre de verte como una cámara. Te pide que retrates esto y aquello y tienen ideas para una gran foto. A veces solo quiero sentir y no ver, quiero ser parte del recuerdo y no fotografiarlo. La cámara congela la luz de un momento, pero te sitúa detrás del aparato.
Llegué con retraso por mal tiempo. Y estaba mi hermano a quien no veía desde los diez años, que ahora tenía veinte. Él fue a vivir a España junto a mi madre y yo vine a Buenos Aires. No nos volvimos a encontrar.
La vida puede darte emociones fuertes desde un lugar cotidiano y natural. En la casa de mi abuela todo regresó a aquel tiempo en el que almorzabamos comida hecha sobre el carbón, en el que mi abuela escuchaba y cantaba los tango de Julio Sosa, en el que mi hermano no paraba de charlar y molestar con preguntas, en el que mi tía se quejaba de los cubiertos sucios que dejaba mi mamá después de cocinar, en el que mis primas discutían entre ellas y mi hermana se asilaba en un rincón por sentirse incomprendida.
Sin embargo, como dice Neruda La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Mis primas ya son madres y sus hijos maravillosamente sanos corrían jugando por toda la casa, mi abuela tomaba vino con José, el primer hombre que presentaba mi mamá después de haberse divorciado de mi padre, mi hermano tenía un acento madrileño, mi hermana sigue siendo la incomprendida, pero socializa un poco más, mi mamá cocina platos europeos al carbón y mi tía, desde que es abuela, se queja un poco menos y abraza un poco más. La casa está igual, pero vieja. Tiene muchas paredes con humedad.
Los tres días pasaron así: sin tiempo, una temporalidad congelada en la que volvimos a encontrarnos para ser, compartir y seguir siendo quienes fuimos, somos y seremos, en un nosotros que es el mismo, pero también es nuevo. 
Volví en el avión con un poncho que me regaló mi abuela. Era su poncho. No me explico como lo tenía. Era invierno y en Asunción hacía 32°. En la valija metí hasta dos plantas de aloe vera que me regaló mi tía que sigo sin entender como no me las sacaron en el aeropuerto. Miré el amanecer de Buenos Aires desde el aire.
Llegué a mi casa muy cansada. “No voy a volver a viajar de madrugada” me repetí hasta cansarme. Hice unos mates. Miré a los gajos que ya no eran gajos, tenían raíces. Pensé en que había vuelto a mis raíces.



Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.


(En este viaje también vi a mi padre por eso está ese poema número 20)


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