A James Joyce lo conocí por
Marco, un amor italiano que tuve. Nos conocimos bailando tango y por
años nos mandamos mails (cartas de nuestra modernidad) con cuentos y
poemas en ítalo-español.
El primer poema que me mandó fue
uno de Dannunzio, a quien tampoco conocía. Unos meses después,
cuando nos reencontramos en una milonga, me regaló un libro con ese
poema, un libro que no quiso dedicarme y que aun conservo.
Una tarde, mientras tomábamos mate
(al italiano no le quedó otra que aprender a tomarlo) hablábamos sobre literatura. Él se consideraba muy buen lector, pero jamás
había escrito y tenía muchas ganas de hacerlo. Así llegamos a Joyce y al
flujo de conciencia. Pactamos escribirnos desde la más absoluta
libertad y que esa producción quede en nuestra absoluta privacidad.
La vida es rara y el destino es
misterioso. No recuerdo por qué, pero un día solo nos perdimos el
rastro.
Por ese entonces, tenía un amigo
librero, de esos hombres simpáticos y bohemios que venden libros
nuevos y usados. Le compraba siempre. Un día me ofreció un libro
muy gordo con la tapa en sepia y una ciudad de fondo. “Es el Ulises
de James Joyce en una maravillosa traducción de Salas Subirat a muy
buen precio” me dijo. Yo solo escuché Joyce y quise tenerlo. Me
llevó casi un año leerlo. Joyce tiene esa cosa con el tiempo, una
relación con la temporalidad maravillosa que te lleva, te transporta
y vuelve a regresarte.
Marco tenía una teoría, él
decía que si era posible volver al mismo espacio, también debería
ser posible volver en el tiempo. En realidad creo que una siempre
puede volver a ese tiempo, pero nunca al mismo espacio.
Años después, tengo en mis manos "Evelina" de Joyce. El cuento es precioso aunque yo solo piense
en Joyce, quien me regresa a ese tiempo en el que Marco escribía
poesía y firmaba como James.
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