Un cuento tiene esa cosa de
despertar sentimientos en una. A veces, es posible borrar muchas
características de los personajes y quedarse con alguna en
particular, es posible trasladar ese escenario narrado a otro más
personal y sentir como la misma historia transcurre y las mismas
emociones se sienten. Hay identificación.
Cuando terminé de leer a Keegan
estuve unos minutos en silencio. Se puede nacer en otro país, hablar
otro idioma, se puede vivir en otro tiempo y en otro lugar, pero
ciertos episodios conservan su esencia y traspasan todas esas
variables. Momentos del cuento atravesaron mi historia.
En esos minutos me sentí
conmovida, sola, perdida, acompañada y comprendida; sumergida en
inmensas contradicciones. Me conmovieron mis recuerdos, sentí la
soledad de la impotencia, la compañía de esa pequeña niña que
intuye las injusticias, pero no sabe cómo explicarlas.
Hoy muchas de esas cuestiones tienen nombre: violencia de género, patriarcado, campaña “Ni una menos” y otros tantos más. Antes, cuando también era una niña, esas cosas me preocupaban y también me dolían.
Hoy muchas de esas cuestiones tienen nombre: violencia de género, patriarcado, campaña “Ni una menos” y otros tantos más. Antes, cuando también era una niña, esas cosas me preocupaban y también me dolían.
Después lo releí. Cuando tuve
que escribir un recuerdo de uno de los personajes, elegí a esa niña encontrándole el sentido a muchos episodios de ese pasado.
Un poco de lo que me sucedió a
mí.
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