Comunicación Social-UBA

sábado, 26 de agosto de 2017

Latina y americana


Dicen por ahí que Buenos Aires tiene ese no se qué, viste.
Vivir en Congreso además tiene un plus: la calle Corrientes, el cine Gaumont, el obelisco, el mismo Congreso, Tribunales e incluso Plaza de Mayo están a pasos. Casi un lujo parasitario lo que se respira: la bohemia, el cemento, la locura y el silencio en un mismo tango.
El Festival Latinoamericano de Poesía en el Centro Cultural San Martín a la vuelta de mi casa, un martes cualquiera a las 19h. Salir sola por el barrio tiene su encanto: “La ciudad invita, es gratis” pensé.
Llegué justa con el tiempo; la sala, llena. Vi un lugar. Con un gesto pregunté si estaba ocupado y un hombre me respondió con otro que me acercara. “No vino mi amigo” me dijo, sonreí y pensé “También me guardó un lugar”.Virginia Innocenti y Sergio Zabala le cantaron a la luna, a una luna tan hermosa que se hizo mía. María Fernanda Espinosa leyó poemas hermosos y leyó “Matilde”. Y en una mesa casi ovalada, casi rectangular, hablaron de política y de poesía: Javier Bozalongo, Lía Colombino, Norberto Codina, Alfredo Fressia, Marcia Mendieta Estenssoro y Felipe García Quintero.
El español dijo que quizás la próxima vez fuese catalán, el uruguayo habló del exilio en la dictadura y un poco de Brasil, la ecuatoriana encontraba uno y otro poema antes del último, el colombiano dijo que un poema puede surgir después (o antes, no recuerdo bien) de barrer el piso, el cubano estuvo ausente por un vuelo retrasado por las aves migratorias, la paraguaya habló de su situación política y la boliviana un poco de su fuente de inspiración.Por momentos me emocioné y se me escaparon algunas lágrimas. “No sé si eso está permitido en una cita” pensé y por las dudas las oculté entre mis manos. “Sin vino no hay poesía” dijeron por el micrófono y al finalizar habían copas para beber. Algunos latinos y otros más americanos compartía un poco de vino. Yo brindé por un momento especial.Un momento especial puede ser gratis, solitario, emotivo y con un poco de vino. Caminé a casa pensando cuantas son las cosas que nos unen como la maravillosa América que somos y la madre latina española que está presente en nuestros genes.

Buenos Aires nos reúne una noche para hacernos poesía.


“Estas clavada en mí,
te siento en el latir
abrasador de mis sienes.
Te adoro cuando estas
y te amo mucho más
cuando estas lejos de mí”
 pensé.

Raíces



Hace unos meses me mudé a un departamento de esos muy antiguos en el barrio de Congreso. Mi habitación tiene un balcón francés precioso que pronto empecé a llenarlo de plantas en frascos de vidrios reciclados de cosas que compraba. Observaba como cada plantita iba creciendo lentamente. Un día me animé a cortar dos gajos y aponerlos en frascos con agua en la cocina. 
Mi madre, que vive en España, decidió junto a su novio que con mi hermano menor pasarían las vacaciones en casa de mi abuela que vive en Asunción, Paraguay. Todo fue de prisa, a último momento. Me mandaron el pasaje. Solo conseguí tres días de permiso en el trabajo. 
Llegó el jueves. No tenía nada preparado, así que armé una mochila con lo que fui encontrando y fui a Ezeiza. Me olvidé la cámara fotográfica a propósito.
Cuando te dedicas a la fotografía la gente tiene la costumbre de verte como una cámara. Te pide que retrates esto y aquello y tienen ideas para una gran foto. A veces solo quiero sentir y no ver, quiero ser parte del recuerdo y no fotografiarlo. La cámara congela la luz de un momento, pero te sitúa detrás del aparato.
Llegué con retraso por mal tiempo. Y estaba mi hermano a quien no veía desde los diez años, que ahora tenía veinte. Él fue a vivir a España junto a mi madre y yo vine a Buenos Aires. No nos volvimos a encontrar.
La vida puede darte emociones fuertes desde un lugar cotidiano y natural. En la casa de mi abuela todo regresó a aquel tiempo en el que almorzabamos comida hecha sobre el carbón, en el que mi abuela escuchaba y cantaba los tango de Julio Sosa, en el que mi hermano no paraba de charlar y molestar con preguntas, en el que mi tía se quejaba de los cubiertos sucios que dejaba mi mamá después de cocinar, en el que mis primas discutían entre ellas y mi hermana se asilaba en un rincón por sentirse incomprendida.
Sin embargo, como dice Neruda La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Mis primas ya son madres y sus hijos maravillosamente sanos corrían jugando por toda la casa, mi abuela tomaba vino con José, el primer hombre que presentaba mi mamá después de haberse divorciado de mi padre, mi hermano tenía un acento madrileño, mi hermana sigue siendo la incomprendida, pero socializa un poco más, mi mamá cocina platos europeos al carbón y mi tía, desde que es abuela, se queja un poco menos y abraza un poco más. La casa está igual, pero vieja. Tiene muchas paredes con humedad.
Los tres días pasaron así: sin tiempo, una temporalidad congelada en la que volvimos a encontrarnos para ser, compartir y seguir siendo quienes fuimos, somos y seremos, en un nosotros que es el mismo, pero también es nuevo. 
Volví en el avión con un poncho que me regaló mi abuela. Era su poncho. No me explico como lo tenía. Era invierno y en Asunción hacía 32°. En la valija metí hasta dos plantas de aloe vera que me regaló mi tía que sigo sin entender como no me las sacaron en el aeropuerto. Miré el amanecer de Buenos Aires desde el aire.
Llegué a mi casa muy cansada. “No voy a volver a viajar de madrugada” me repetí hasta cansarme. Hice unos mates. Miré a los gajos que ya no eran gajos, tenían raíces. Pensé en que había vuelto a mis raíces.



Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.


(En este viaje también vi a mi padre por eso está ese poema número 20)


lunes, 7 de agosto de 2017

Joyce


A James Joyce lo conocí por Marco, un amor italiano que tuve. Nos conocimos bailando tango y por años nos mandamos mails (cartas de nuestra modernidad) con cuentos y poemas en ítalo-español.
El primer poema que me mandó fue uno de Dannunzio, a quien tampoco conocía. Unos meses después, cuando nos reencontramos en una milonga, me regaló un libro con ese poema, un libro que no quiso dedicarme y que aun conservo.
Una tarde, mientras tomábamos mate (al italiano no le quedó otra que aprender a tomarlo) hablábamos sobre literatura. Él se consideraba muy buen lector, pero jamás había escrito y tenía muchas ganas de hacerlo. Así llegamos a Joyce y al flujo de conciencia. Pactamos escribirnos desde la más absoluta libertad y que esa producción quede en nuestra absoluta privacidad.
La vida es rara y el destino es misterioso. No recuerdo por qué, pero un día solo nos perdimos el rastro.
Por ese entonces, tenía un amigo librero, de esos hombres simpáticos y bohemios que venden libros nuevos y usados. Le compraba siempre. Un día me ofreció un libro muy gordo con la tapa en sepia y una ciudad de fondo. “Es el Ulises de James Joyce en una maravillosa traducción de Salas Subirat a muy buen precio” me dijo. Yo solo escuché Joyce y quise tenerlo. Me llevó casi un año leerlo. Joyce tiene esa cosa con el tiempo, una relación con la temporalidad maravillosa que te lleva, te transporta y vuelve a regresarte.
Marco tenía una teoría, él decía que si era posible volver al mismo espacio, también debería ser posible volver en el tiempo. En realidad creo que una siempre puede volver a ese tiempo, pero nunca al mismo espacio.
Años después, tengo en mis manos "Evelina" de Joyce. El cuento es precioso aunque yo solo piense en Joyce, quien me regresa a ese tiempo en el que Marco escribía poesía y firmaba como James.

Hombres y mujeres


Un cuento tiene esa cosa de despertar sentimientos en una. A veces, es posible borrar muchas características de los personajes y quedarse con alguna en particular, es posible trasladar ese escenario narrado a otro más personal y sentir como la misma historia transcurre y las mismas emociones se sienten. Hay identificación.
Cuando terminé de leer a Keegan estuve unos minutos en silencio. Se puede nacer en otro país, hablar otro idioma, se puede vivir en otro tiempo y en otro lugar, pero ciertos episodios conservan su esencia y traspasan todas esas variables. Momentos del cuento atravesaron mi historia.
En esos minutos me sentí conmovida, sola, perdida, acompañada y comprendida; sumergida en inmensas contradicciones. Me conmovieron mis recuerdos, sentí la soledad de la impotencia, la compañía de esa pequeña niña que intuye las injusticias, pero no sabe cómo explicarlas.
Hoy muchas de esas cuestiones tienen nombre: violencia de género, patriarcado, campaña “Ni una menos” y otros tantos más. Antes, cuando también era una niña, esas cosas me preocupaban y también me dolían.
Después lo releí. Cuando tuve que escribir un recuerdo de uno de los personajes, elegí a esa niña encontrándole el sentido a muchos episodios de ese pasado.
Un poco de lo que me sucedió a mí.


Kafka


1912 de Kafka
1 de junio: No he escrito nada
.

2 de junio: No he escrito nada.

Kafka me recuerda mucho a mi padre. Es casi un cliché.
Me recuerda a su gran biblioteca en la que brillaban la colección completa de Julio Verne, edición de 1987, el mismo año en el que yo nací; Pablo Neruda y toda su obra y otros varios autores rusos. Había un libro rojo, muy gordo y pesado. Era una antología. Ahí estaba Kafka en un título que decía: “Carta a mi padre y otros escritos”.
Lo leí.
Años después, mis padres se divorciaron y él me dejó esa biblioteca. Volví a leer a Kafka.
Lo entendí.


2017 de Neyda


1 de junio: Tampoco he escrito nada.
2 de junio: Tampoco he escrito nada.

105 años después los momentos pueden repetirse.



Dagerman


Una pareja se prepara para ir al mar. Es una pareja como cualquier otra, quizás van de vacaciones o a pasar un fin de semana juntos al mar. Ambos son buenas personas y están ansiosos por llegar al mar. Un niño va a lo de los Larsson, cruza la calle en el mismo momento en que el hombre que conduce el automóvil se distrae.
Desde el principio sabemos que el niño muere, que la vida de esa pareja que iba al mar se ve atravesada por el horror del accidente, que jamás tuvo esa intención; que una familia simplemente no tenía azúcar para el desayuno y perdió a su hijo por esa distracción; que, en términos de Dargeman “la vida está construída de una manera tan cruel, hasta un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía puede estar totalmente relajado, y solo un minuto antes de que una mujer grite de horror puede cerrar los ojos y soñar con el mar, y durante el último minuto de la vida de ese niño sus padres pueden estar sentados en una cocina esperando el azúcar, y hablar felizmente”.
¿Cómo alguien puede continuar leyendo ya sabiendo el final del cuento? Es casi como la vida misma: sabemos cómo termina la historia, aun así queremos vivirla, de un minuto a otro puede cambiar tanto todo, aun así seguimos hacia alguna dirección.